20 October 2010

Una Historia De Espectros

Así como una piedra arrojada al agua se convierte en el centro y la causa de muchos círculos...así también cada cuerpo... llena el aire que lo rodeacon infinitas imágenes de sí mismo.
Leonardo Da Vinci

Año de 1900, diciembre 14, el físico Max Planck, de 42 años, se enfrenta a una de las disyuntivas más importantes de su vida científica. Todavía puede declinar la presentación de sus resultados ante la comunidad de expertos de la Sociedad Alemana de Física. La razón es que su propuesta teórica, además de inusual, a él mismo le resulta grotesca y difícil de creer. Ese maldito espectro no lo ha dejado dormir durante los últimos meses. Le persigue por todas partes, incluso en la ducha, acorralándolo sin apenas darle tiempo de pensar en otra cosa. Tan sencillo que sería, en otra época, olvidarse del asunto. Pero algunos aseguran haberlo visto, incluso le han fotografiado. Así que no cabe la menor duda de su existencia. A muchos otros ya los ha vencido, y los pocos que lograron un primer acercamiento a su explicación no cejan en el intento. ¿En verdad la solución es tan sencilla? ¿Quién va a creerle que el espectro aparece como consecuencia de hacer vibrar armónicamente un conjunto de resortes? Peor aún, de verificarse su propuesta, se necesitaría un conjunto enormemente grande de tales resortes. Max traga saliva. Está convencido de que sus cálculos no son errados. Los reprodujo una y otra vez, buscando un posible error en el procedimiento, hasta convencerse de que esa era la solución. No podía confiar en nadie, por miedo a ser ridiculizado, hasta no constatar que sus resortes no podrían ser sustituidos por algún otro modelo.

Los resortes "respiran", inhalan luz que luego terminan por expeler de la misma forma -se dice Max a sí mismo-, pero igual que los seres humanos sólo pueden aspirar pequeñas cantidades de aire, aún cuando éste llena todo el espacio en la superficie de la Tierra, los resortes solo pueden "inhalar" pequeñas porciones de luz. ¡No existe otra explicación! La luz es absorbida y emitida por la materia en pequeños paquetes (cuantos) aún cuando llena todo el espacio. Sólo esta interpretación justifica el espectro de radiación que emiten los cuerpos al ser calentados. Max menea la cabeza en un gesto de negación. -Ni qué decir que esto contraviene las hipótesis de James Clerk Maxwell, quien interpretó a la luz como un conjunto de ondas que se desplazan en el vacío en forma similar a como lo hacen en el agua. El éter -seguía el monólogo- se propuso como medio de propagación de la luz, éste serviría como el "agua" de las ondas electromagnéticas. Si bien Albert Michelson y Edward Morley desecharon con su experimento el concepto del éter -recuerda Max mientras limpia sus gafas- también es cierto que las ondas electromagnéticas son apropiadas para describir casi todos los fenómenos de la luz que conocemos. Pero... ¿y el espectro? ¿Será posible que el viejo Maxwell se hubiera equivocado? Entonces Max cobra valor. ¡Debe exponer sus ideas! ¡Debe correr el riesgo! Llegó su turno... el presentador lo anuncia y la sala queda en silencio...

-Estimados Colegas, permítanme, antes que nada, mencionar que en mi propuesta a la solución del problema de la radiación del cuerpo negro requeriré de ciertas hipótesis que se plantearán como mera herramienta matemática, sin que hasta este momento tenga una interpretación física para ellas; sin embargo, los resultados son satisfactorios si consideramos...(*) 

***

La presentación de Planck, aquel 14 de diciembre, provocó la excitación de la audiencia... y del mundo entero. Antes de 1900 se pensaba que la física, como medio para explicar el comportamiento de la naturaleza, estaba agotada. El enorme edificio construido por Isaac Newton parecía inextendible e inmodificable, su visión del Universo como un gigantesco diseño de relojería había permeado en la mayoría de los físicos quienes, para ese entonces, se acercaban más al ámbito de la ingeniería que al de la física. Existían, sin embargo, algunos detalles que no cuadraban. Uno de ellos era precisamente el desajuste entre la teoría y el experimento relacionados con la luz que emiten los cuerpos al calentarse. La interpretación ondulatoria de Maxwell fallaba para explicar el fenómeno. La hipótesis de Planck dio un vuelco a la física del Siglo XIX. Su modelo consistía en suponer que la materia está compuesta por una cantidad infinita de "resortes" independientes entre sí. Al calentar la materia, estos resortes se excitarían y empezarían a oscilar, emitiendo finalmente radiación. Los resortes tienen ciertos "modos" de oscilación que requieren de energías específicas para vibrar armónicamente. La luz, entonces, debería proporcionar exclusivamente estas energías. Aparte del escándalo causado por la propuesta de Planck, ésta solo quedó latente como modelo durante cinco largos años hasta que un joven desconocido, en 1905, decidió tomarla en serio e investigar qué más se podría hacer con ella. Aquel joven llamaría la atención del mundo entero y transformaría para siempre la forma de entender al Universo. Hablamos de Albert Einstein. Usando las ideas de Planck, Einstein logró explicar otro de los enigmas de la Mecánica Clásica: el efecto fotoeléctrico. Al hacer incidir luz de determinados colores sobre ciertos materiales, éstos emiten un chorro de electrones. El fenómeno ha significado una pléyade de aplicaciones tecnológicas que abarcan desde las simples calculadoras de bolsillo, hasta sistemas electrónicos de identificación que sirven, entre otras cosas, como mecanismos de seguridad. Lo que Einstein hizo fue generalizar la idea de los cuantos de luz de Planck y suponer que la luz no sólo se absorbe y se emite en pequeños paquetes. ¡La luz está compuesta por cuantos de radiación! Cada uno de ellos es portador de una cierta energía que define el color de la luz. De esta forma, sólo los cuantos de luz que sean portadores de una determinada energía (i.e., de un determinado color) serán absorbidos por los electrones que conforman la materia. A mayor energía de los cuantos de luz, más profundos en el material estarán los electrones que finalmente le serán "arrancados". Los cuantos de luz son como energéticas para los perezosos electrones, que se resisten a abandonar el material. Con la interpretación de Einstein, a su vez, se logró entender otro de los fenómenos que no cuadraban con la Mecánica Newtoniana: un haz de luz se dispersa si se le hace pasar por una nube de electrones (dispersión Compton). Al considerar a la luz simplemente como un conjunto de ondas resulta muy complicado explicar esta propiedad. Sin embargo, al pensar en la luz como un chorro de partículas (cuantos) se puede asumir que cada una de ellas, tarde o temprano, chocará con alguno (o varios) de los electrones; en la misma forma que los niños hacen colisionar canicas en sus juegos infantiles. Como resultado de la colisión, los cuantos de luz cambian de dirección produciendo, en conjunto, el fenómeno de la dispersión. En la actualidad asumimos que los entes cuánticos manifiestan propiedades duales; decimos que en algunas ocasiones se comportan como ondas (difracción de electrones cuando se les hace pasar por una red cristalina) y en otras se comportan como partículas (cuantos de luz colisionando con los electrones en la dispersión Compton). Independientemente de la controversia que esta interpretación genera, lo cierto es que en algunos experimentos es más sencillo considerar a la luz como partícula mientras que en otros lo mejor es considerarla como onda. El sentido práctico del asunto es que, finalmente, no importa la "verdadera" naturaleza de los fotones (y demás entes cuánticos) tanto como el carácter fuertemente predictivo de la teoría cuántica. Hasta el momento no logramos entender al cien por ciento cómo es que la teoría funciona, pero sabemos que funciona. En el camino, desde 1900, hemos aprendido que los sistemas cuánticos tienen otras propiedades que les son singulares. Mencionaremos tres de ellas.

Primero. los electrones pueden atravesar "paredes" (efecto túnel). Si el lector intentase atravesar la pared que separa su habitación del resto del edificio (¡sin usar puerta alguna!), terminaría adolorido sin lograr su objetivo. Pero, si el lector tuviese las dimensiones de un electrón, lo que normalmente entiende por "pared" carecería de sentido. En su lugar, el electrón-lector detectaría una barrera de potencial (un reservorio de energía) que le sería más transparente mientras más rápido se moviese. Dependiendo de su rapidez, algunas veces pasaría la región del potencial sin apenas enterarse de su existencia mientras que en otras saldría "rebotado" en la dirección opuesta, como si se hubiese estrellado con una enorme membrana elástica. Esta característica tan peculiar es compartida con los electrones por todos los entes cuánticos (incluyendo los cuantos de luz, ahora conocidos como fotones) y es considerada como la "huella digital" de la Mecánica Cuántica. Su descripción data de 1928 y se le adjudica al físico George Gamow. El efecto túnel es lo que permite que los transistores funcionen como funcionan y representó la primera aplicación de la teoría cuántica a la explicación de fenómenos que, originalmente, no estaban en su campo de acción.  

Segundo. Los átomos de plata se comportan como pequeños imanes ante la presencia de campos magnéticos. Esta propiedad fue descubierta por los físicos Walther Gerlach y Otto Stern durante 1921 y 1922. Hicieron pasar un haz de átomos de plata a través de un campo magnético y detectaron que el haz se dividía en dos; uno de estos nuevos haces se deflectaba en la dirección del campo mientras que el otro lo hacía en sentido opuesto. Como los átomos de plata son eléctricamente neutros (su carga eléctrica total es cero), la explicación de este fenómeno debería buscarse en el ámbito magnético. Se propuso entonces que el momento magnético de los átomos de plata podría tomar sólo uno de dos posibles valores, lo que explicaría la alineación o antialineación de los haces de salida con el campo. Este resultado era bastante chocante ya que, antes de los experimentos de Gerlach y Stern, no había evidencia experimental contundente que permitiera sospecharlo; el momento magnético, según la teoría electromagnética de Maxwell, no está constreñido a tomar tales o cuales valores. Posteriormente se entendió que el momento magnético de los átomos de plata está directamente relacionado con una propiedad cuántica de la materia, ahora conocida como espín. El espín es independiente de cualquier otra variable física que se le pueda adjudicar a un sistema cuántico, siempre existe, y puede tomar los valores 0, 1/2, 1, 3/2, etc. (por sencillez hemos omitido las unidades). El espín total de los átomos de plata es, por ejemplo, 1/2, igual que el de los electrones. Desde el punto de vista matemático, el espín puede representarse por un vector, igual que el momento angular (cantidad asociada con la rotación de los sistemas físicos). Para el caso de espín 1/2, no importa en qué dirección lo midamos, siempre encontraremos uno de dos posibles valores: 1/2 o -1/2.

Tercero. Los sistemas cuánticos obedecen el principio de incertidumbre. Para clarificar este punto notemos que el lector puede medir, si así lo desea, con precisión arbitraria la posición y la rapidez de todos y cada uno de los vehículos que circulan por Avenida Insurgentes. Su frustración, por el contrario, se hará patente al pretender medir simultáneamente la posición y la rapidez de tan sólo uno de los átomos del aire que respira. Al medir la posición del átomo se sabrá poco acerca de su rapidez y viceversa, no importando el equipo de medición que se use. Como hemos visto a lo largo de esta sección, los sistemas cuánticos parecen incontrolables. Los electrones, fotones, protones y demás entes cuánticos son eternamente adolescentes, tan rebeldes que difícilmente se les puede "obligar" a definirse por un comportamiento específico.
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(*) Hasta este punto, la dramatización es una libertad del autor. En ningún momento se pretende suponer que lo descrito en los párrafos anteriores de esta sección corresponde a las disquisiciones de Planck.

Una Historia De Fantasmas

Nada hay como ver a los fantasmas de cerca.
Denis Diderot: Cartas a Sophie Volland

Año de 1900, mar Egeo. Los pescadores de esponjas están atemorizados, la tormenta no amaina y deben buscar refugio. Finalmente desembarcan en la isla de Anticitera, a medio camino entre Creta y Grecia. Pasan las horas y en el rostro de Elías Stadiatos se refleja la preocupación; en pocas ocasiones ha visto tan embravecido al mar. Su piel, bronceada por el Sol (su eterno compañero en las travesías marítimas), se torna gris bajo los litros de agua que el cielo deja caer. Decide dormitar un poco. Cuando despierta, la tormenta se ha ido. Envalentonado le grita a Héctor que le acompañe, se darán un chapuzón mientras buscan esponjas. Héctor es nuevo en el grupo pero ya siente el mismo respeto por Elías que el resto de sus compañeros; un respeto ganado como consecuencia de haber sobrevivido a 22 naufragios... aunque bien pensado, su sobrevivencia podría estar asociada más con la mala suerte que con sus habilidades de marinero. Una vez en el agua, Elías llena sus pulmones de aire y se sumerge completamente para bucear evitando los arrecifes; sabe que es el mejor buceador de su camarilla y con el rabillo del ojo observa con desdén que Héctor se rezaga. De repente, Elías se queda como petrificado, abre desmesuradamente los ojos y soltando una bocanada de aire emprende el regreso a la superficie... sus pulmones apenas resisten. Tan pronto aspira un poco de aire, de su boca sale un grito despavorido. Sus compañeros, alarmados, se lanzan al agua en su ayuda. Una vez en tierra, el Capitán zarandea a Elías por los hombros (no puede permitirse el lujo de que los pescadores se le amotinen, atemorizados por Dios sabe que asunto) y con los ojos inyectados de autoridad le grita: -¿Qué demonios te ocurre? ¡Habla ya, antes de que te haga colgar del mástil! -Las mujeres... las mujeres, -alcanza a decir Elías en un balbuceo mientras Héctor se encoge de hombros ante la mirada interrogante de sus compañeros. Enfurecido, el Capitán cruza el rostro de Elías con un par de bofetadas, éste cae de rodillas cubriéndose los ojos con las manos y casi llorando de terror aúlla: -¡Hay una pila de mujeres muertas a un lado de los arrecifes!

***

A pesar de lo dramático de nuestra historia, el lector debe saber que tiene un final feliz. Las "mujeres muertas" eran realmente estatuas de bronce de tamaño natural que resultaron ser parte de la carga de un barco que se había hundido en ese sitio al rededor del año 80 a.c.(*). Entre los hallazgos se encontraba un enigmático dispositivo que recibió el nombre de mecanismo de Anticitera. De acuerdo con las conclusiones de los investigadores que han estudiado este artefacto, se trata nada menos que de una computadora analógica cuya construcción podría remontarse al 87 a.C., aunque esta interpretación ha causado controversia. No cabe duda que los Antiguos estaban, igual que nosotros, interesados en construir dispositivos que efectuasen por si mismos ciertas tareas, ya fuese para maravillar a sus coetáneos con artefactos que tuvieran "movimiento propio" o bien para sustituir de alguna forma aquellas actividades realizadas por los hombres. Éstas no tienen por qué ser sólo mecánicas, también involucran operaciones de cálculo. El afán del hombre por entender el medio que le rodea ha implicado, en algunos momentos de su historia, inventar símbolos que representen no sólo su lenguaje sino también las abstracciones que su cerebro desarrolla en el proceso del entendimiento. Los ejemplos convencionales son la escritura, los números, y las operaciones que con éstos se realizan. El proceso de almacenar los resultados ha estado, además, tomado de la mano con estos símbolos. En el camino, el hombre ha diseñado también dispositivos que le ayudan a "calcular" más fácilmente; el ábaco, las reglas de cálculo y las calculadoras contemporáneas (incluyendo a las computadoras) son sólo algunos de los ejemplos más inmediatos. Sin embargo, en 1960, a orillas del Lago Eduardo en África, se encontró un artefacto que es conocido como el hueso Ishango. El hueso está datado en el 6500 a.C. y no se corresponde con los ejemplos mencionados líneas arriba. Lo más chocante es la serie de marcas que presenta y que, se sospecha, fueron creadas con al menos 39 herramientas diferentes. Los historiadores concuerdan en que se usó para llevar el registro de alguna actividad; quizás alguna mujer lo diseñó para llevar un conteo de sus ciclos menstruales (las marcas están dispuestas en series que incluyen números primos y que parecen coincidir con las fases lunares). Lo que importa en este ejemplo es el grado de sofisticación que las culturas previas a la era moderna alcanzaron para calcular y registrar eventos (¡descartando, desde luego, una caprichosa coincidencia numerológica con las marcas en un hueso que bien pudieron hacerse al azar!). El conjunto de eventos históricos relacionados con la actividad (intrínsecamente humana) de registrar, almacenar y procesar información es, como vemos, muy variado. Desde las marcas del primitivo (pero sofisticado) hueso de Ishango hasta las manivelas del mecanismo de Anticitera. El desarrollo de la computación, tal y como la conocemos y disfrutamos hoy en día, ha sido largo; aunque en las últimas décadas se nota un desarrollo inusitado.
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(*) La historia es verdadera, la dramatización y el personaje de Héctor, así como la fama de Elías, son invención del autor. Basado en los datos proporcionados por Carlos A. Coello en su libro Breve historia de la computación y sus pioneros.

29 July 2010

James Clerk Maxwell (Parte I)

Sin poder articular palabra, John se quedo mirando al pequeño. ¿Cómo funciona? –insistió el niño mientras señalaba la imagen del Sol reflejada en la pared por el plato. Perplejo, John cruzó una mirada con su mujer que sólo atinaba a fruncir el entrecejo mientras levantaba los hombros. ¿De dónde saca el niño esas preguntas? ¿Y ese plato? —No sé, contestó Frances, su mujer,— creo que se lo dio la nana para que jugase con él. John se llevó la mano a la cabeza mientras organizaba sus ideas. Se trata del Sol James, terminó diciendo, es el Sol que se refleja en el plato para proyectarse sobre la pared. –Sí, contestó el niño,— ¡pero dime cómo funciona de verdad!

1839. John Clerk Maxwell siente un escalofrío mientras acaricia la mejilla de su hijo James con el dorso de la mano izquierda. Frances, su mujer, perdió la batalla con el cáncer de estómago que tan repentinamente se había manifestado. La valentía mostrada por ella al permitir que la intervinieran quirúrgicamente sin anestesia no fue suficiente. John se quedaba sin compañera, sin el aliado que Frances representaba para orientar la sorprendente capacidad del hijo de ambos para investigar el entorno que le rodeaba. Se quedaba solo, sobre todo, para contestar las cada vez más audaces preguntas del pequeño James, ahora de 9 años. Los recuerdos se aglutinan en la mente de John, taladrando su cerebro a lo largo de unos cuantos miles de axones enmarañados entre sí, conectando unas neuronas con otras y obligándolo a desentenderse de esa habitación, de esa noche gris, del sepelio, de la tristeza de ver a Frances postrada en la cama con aquellos intensos dolores… de todo. Cerró los ojos y suspiró. El rostro de Frances Cay, la hermana de su mejor amigo (John Cay), una joven alegre y resuelta, se le apareció sonriendo y contestando ¡Sí! El flujo de la sangre corriendo por sus venas volvió a intensificarse, como si lo estuviera viviendo por primera vez. La taquicardia, producto de la emoción de ser aceptado por la mujer amada, apenas le dejaba respirar. Nuevamente el mundo se abría a sus pies, tenía planes… muchos planes. Con Frances se instalaría en Glenlair, la propiedad de 1500 acres que había pertenecido a la familia Clerk hacía ya tres generaciones y que John había heredado unos pocos años atrás. Con Frances, en Glenlair, John pondría en práctica algunas de las ideas de cultivo que había estado madurando desde su adolescencia. Tendrían hijos, si, muchos hijos. Siendo él presbiteriano y ella episcopaliana, ambos tendrían que ser tolerantes con los hijos en materia doctrinaria. Se integrarían a la vida social de la región. Frances se encargaría de la educación básica de los chicos, enseñándoles a leer y a escribir, revisando con ellos Historia, Geografía y sobretodo Literatura. Esta educación seguiría así hasta que cada uno de los hijos cumpliese los 13 años, edad en la que estarían listos para ingresar a la instrucción formal. Todo empezó bien, Frances se embarazó a los pocos meses de casados y luego… tuvieron que afrontar la triste pérdida de su primer hijo, una niña. La vida los compensó casi de inmediato. Con el segundo embarazo a término, John y Frances decidieron que el parto tendría que atenderse en Edimburgo, así estarían cerca de sus parientes y de varios hospitales, de ser necesario. Así es como nació James, en 14 India Street, la tarde del 13 de junio de 1831. John se volvió a perder en la mirada azul de esa pequeña criatura recién venida a este pedazo del Universo. Orgulloso, volvió a tomar al bebé entre sus brazos y lo besó una y otra vez, agradeciendo al creador por la bendición recibida. Entonces el bebé cogió a su padre de la nariz y hurgó entre las fosas nasales, sin apenas desviar la mirada del enorme apéndice atrapado con sus pequeños dedos. Vaya –dijo John entre risas y un tanto sorprendido, ¿así que eres curioso? El niño, atraído por la voz de su padre, abandonó a su presa y dirigió su mirada al rostro que tenía frente a él, examinándolo con detenimiento y emitiendo unos balbuceos ininteligibles. De repente los balbuceos se hacen más claros… ¿Qué? –Papá, dijo James adormilado mientras tiraba de la camisa de John. Aturdido, John se percata de que su vuelta a la realidad se debe a que su hijo se ha despertado. Papá, ¿podrías darme agua? –Enseguida hijo, ahora vuelvo. Pesadamente, John sale de la habitación y se dirige a la cocina. Mi hijo es maravilloso –piensa. ¿Pero qué puede hacer un hombre finito con una criatura tan excepcional? –se pregunta mientras llena el vaso con agua. Nuevamente los recuerdos… sin notarlo, John suelta el vaso que termina por estrellarse en el suelo rompiéndose en mil pedazos. ¡Auch! ¿Qué diablos? –maldice mientras se inclina para observar que algunos fragmentos de vidrio se han incrustado en su pie izquierdo. Está herido. Ahora tendrá que asear la herida antes de volver a la habitación de James.

1844. Sentado en el sillón del estudio, John lee una carta firmada por James. Después de comentar un viaje a la playa y de preguntar por la gente y las actividades de Glenlair, el joven de 13 años recién cumplidos escribe “he hecho un tetraedro, un dodecaedro y otros dos edros cuyo nombre correcto desconozco” Los ojos de John brillan –poliedro significa “muchas caras”, se dice asimismo mientras sonríe, y su denominación se basa en el griego clásico según el número de caras: tetraedro (4-caras), pentaedro (5), hexaedro (6), heptaedro (7) y así sucesivamente. Mi querido James no ha recibido lecciones de Geometría, por eso desconoce que sus “edros” son poliedros regulares, es decir, figuras solidas cuyas caras son polígonos (figuras geométricas de muchos lados) idénticos. Habiendo sólo cinco de éstos, y teniendo James dos de ellos reconocidos, me pregunto si el que le falta por descubrir es el cubo (hexaedro), el octaedro (8-caras) o el icosaedro (20). Mi hijo no para de sorprenderme. Su intuición le permite apreciar la simetría y explorar la diversidad de sus formas. –John vuelve a sonreír cuando mira la firma del remitente: Jas Alex McMerkwell, un anagrama de James Clerk Maxwell. Se reclina en el sillón mientras deja caer la carta sobre la mesa. Hace ya tres años que James, su James, está en Edimburgo. La tía Isabela cuida bien de él, no cabe duda, y la Edinburgh Academy es una de las mejores escuelas de Escocia, sin mencionar que está “a tiro de piedra” de la casa de Isabela. Se reencuentran durante las vacaciones de James, por lo que John tiene que apurar sus actividades en Glenlair a fin de abrir espacio para disfrutar de su hijo en casa dos veces al año y para poder visitarlo en Edimburgo de vez en cuando. De cualquier manera el día ha sido difícil y John está agotado. Se retira a descansar con la satisfacción de saber que las cosas con su hijo van bien.

1845. John ha tomado una decisión, consultará a su amigo James Forbes sobre la originalidad del método de su hijo para construir elipses (óvalos) usando solamente un lápiz, alfileres e hilo. El manuscrito está plagado de proposiciones geométricas pero eso no es lo que llama su atención. Más bien, John está interesado en saber si la sencillez y elegancia del método no ha sido ya reportado por alguien. No le parece concebible que nadie haya pensado en el asunto antes que su hijo de 14 años. Forbes, profesor de Filosofía Natural (Física) en la Universidad de Edimburgo, sostiene el manuscrito entre sus manos temblorosas. Acompáñame –le dice a John mientras avanza. Ambos llegan a una puerta cerrada cuyo membrete se lee “Phillip Kendall, Professor of Mathematics”, Forbes gira la perilla y se introduce sin anunciarse. –Phil, necesitas echarle ojo a esto.

Después de varios minutos de lectura y de las presentaciones apropiadas Phil se dirige a John con entusiasmo: ¿y dice que esto lo escribió su hijo de 14 años? John asiente con la cabeza un tanto harto de repetir la misma historia. Forbes –dice nuevamente Phil, el ingenio de este chico es sorprendente. –Por eso te traje el manuscrito, musita Forbes casi gruñendo. –Vayamos a los archivos entonces. Señor Clerk Maxwell, necesitamos que nos de unos días para investigar.

Una semana más tarde John se encuentra nuevamente en la oficina de Phil. Sin lugar a dudas, empieza Forbes, solamente una persona antes que tu hijo escribió sobre el problema. Ni más ni menos que René Descartes. John traga saliva –¿Estás seguro? ¿Te refieres al filósofo y matemático francés? –No puede tratarse de nadie más, tercia Phil, el respetado Descartes descubrió el mismo conjunto de óvalos bifocales, sólo que los resultados de su hijo son más generales y su método de construcción es mucho más simple que el del Maestro. –¿Quieres más?, agrega Forbes, las ecuaciones de tu hijo son incluso aplicables en Óptica. –Y… ¿esas son buenas noticias?, pregunta John un tanto nervioso. –Desde luego, afirman Phil y Forbes al unísono. –Quiero que me autorices para leer el trabajo de James en la Royal Society of Edinburgh, dice Forbes después de un breve silencio. Estoy convencido de que generará mucho interés entre los colegas. De esta forma, James tendrá su debut en el ámbito científico con este su primer artículo. ¿Qué me dices? –Adelante Forbes, hagamos públicas las habilidades de mi hijo. Solo espero estar a la altura de las circunstancias, termina diciendo John un tanto escéptico.

Publicado en "James Clerk Maxwell. Una luz en el camino"
Conversus 85 (junio 2010) 12-15

28 July 2010

Dr. Fausto I

 Es invierno, quizás el más frío de la última década. En el bar Quantum hay más alboroto del habitual. Un hombre de edad avanzada observa al cantinero a través de los gruesos cristales de sus gafas y con un gesto mal disimulado de enfado le indica que se acerque. Con fuerte acento polaco, su voz como graznido se deja escuchar. “Un quantum-loop sin hielo —dice al tiempo que intenta cubrir su rostro— y tenga la amabilidad de prepararlo en mi presencia”. El cantinero no puede evitar su sorpresa, el rostro del anciano le resulta bastante familiar. Además, esa voz polaca y nasal solo puede pertenecer a una persona:

—¡Dr. Fausto, que gusto me da saludarlo, hace ya mucho tiempo que no nos visita!
—Calla muchacho, no seas inoportuno, trae pronto mi bebida que he de marcharme enseguida.

Unos instantes después el anciano contempla ante sí la imagen borrosa de un vaso de cristal. Cualquiera diría que el vaso está en varios puntos de la mesa al mismo tiempo. Incluso, algunas veces parece levitar sobre la mesa y otras más hundirse en ella. Sin dudarlo, el Dr. Fausto extiende su mano hacia el centro de la mesa y la cierra para asir un vaso que, justo un instante antes, no estaba allí. Con celeridad lleva el vaso a sus labios y consume la bebida sin respirar. Ahora es el anciano quien se torna borroso, su imagen parece estar de camino hacia la puerta y de vuelta otra vez, sentándose una y otra vez frente a la mesa que ocupaba mientras le servían su bebida. Finalmente, la imagen del Dr. Fausto se estabiliza y se le observa sentado, dando la espalda a la mesa. Cuando gira para volver a colocarse en su antigua posición ya es diferente, su otrora encanecido y ralo cabello se ha tornado castaño y abundante, no hay arrugas en su rostro, y los dientes, antes chuecos e incompletos, lucen completos y perfectamente alineados. El Dr. Fausto ha rejuvenecido como consecuencia del quantum-loop que ingirió. Se levanta, busca entre sus bolsillos y deja algunos billetes sobre la mesa. Toma su abrigo y se dirige a la salida. “La noche es larga”, piensa el joven Fausto mientras una sonrisa ilumina su rostro al momento de quitarse las gruesas y toscas gafas.

***
Al salir del bar Quantum, el Dr. Fausto se dirige a su hotel. Las calles empedradas le llevan por una serie de antros que se anuncian con luces de neón y cuyos letreros se distinguen perfectamente a la distancia pero, una vez cerca, no son más que una maraña de puntos luminosos entretejiéndose unos con otros mientras salen disparados de una serie de tubos.

El Dr. Fausto se introduce al portal del hotel Psi cuadrada y justo frente al ascensor se interrumpe la energía eléctrica. Emitiendo una maldición, apenas ocultada por el ruido de los camareros que corren a encender la planta eléctrica de reserva, inicia su ascenso por las escaleras. Casi sin aliento se detiene en el tercer nivel. Subir de nivel en el mundo cuántico tiene un alto precio energético y el Dr. Fausto lo sabe bien. Así que mientras toma un descanso distingue entre la penumbra algo que parece moverse. Con precaución se acerca un poco más para notar la silueta de un gato que se despereza estirándose a lo largo de sus cuatro patas mientras su lomo se arquea con la cola erizada. Instintivamente, el Dr. Fausto dirige su mirada al suelo, debajo del gato perezoso, y observa la silueta de otro gato que, idéntico al primero y sin movimiento alguno, tiene el cuerpo desmadejado, como si estuviera muerto. “Andrómeda, ¿eres tu? --pregunta con preocupación-- diablo de gato, si Erwin no te hubiera arrojado a este mundo no tendría yo esta clase de sobresaltos”. Después de hurgar en sus bolsillos, el Dr. Fausto extiende la mano y enciende una luz, las siluetas de los dos gatos parecen temblar, revolviéndose una con otra, oscilando entre la figura del gato perezoso y la del gato muerto. Al final, se escucha un maullido y el Dr. Fausto siente que Andrómeda se le restriega entre los pies. “Vaya que eres agradecido, esta vez volviste a tener suerte y te he pillado vivo. Ya veremos lo que ocurre la próxima vez. Ahora lárgate y déjame pasar.”

Después de abrir la puerta de su habitación, el Dr. Fausto se sirve una bebida energizante y revisa la correspondencia que el personal del hotel ha dejado sobre la mesita de centro. Una carta amarillenta y avejentada llama su atención. Con cuidado rompe el sello de cera y empieza a leer “Hay un nuevo prisionero en el castillo de Penning. Esta vez se trata de un amigo mutuo. Sugiero vernos esta noche en el salón principal de la escuela de Copenhagen. Dorian”. La preocupación se dibuja en el rostro del Dr. Fausto, revisa una y otra vez la misiva con la esperanza de haber leído mal. Sin embargo, la letra de Dorian le resulta inconfundible y el mensaje bastante claro. Verifica la hora en su reloj y sus labios escupen una nueva maldición “!Oh demonios! Tendré que apurar el paso”.

Publicado en "Computación cuántica y geometría"
Conversus 78 (marzo 2009) 12-15;
"Un gato en la oscuridad (Parte I)"
Conversus 79 (abril-mayo 2009) 12-15