20 October 2010

Una Historia De Fantasmas

Nada hay como ver a los fantasmas de cerca.
Denis Diderot: Cartas a Sophie Volland

Año de 1900, mar Egeo. Los pescadores de esponjas están atemorizados, la tormenta no amaina y deben buscar refugio. Finalmente desembarcan en la isla de Anticitera, a medio camino entre Creta y Grecia. Pasan las horas y en el rostro de Elías Stadiatos se refleja la preocupación; en pocas ocasiones ha visto tan embravecido al mar. Su piel, bronceada por el Sol (su eterno compañero en las travesías marítimas), se torna gris bajo los litros de agua que el cielo deja caer. Decide dormitar un poco. Cuando despierta, la tormenta se ha ido. Envalentonado le grita a Héctor que le acompañe, se darán un chapuzón mientras buscan esponjas. Héctor es nuevo en el grupo pero ya siente el mismo respeto por Elías que el resto de sus compañeros; un respeto ganado como consecuencia de haber sobrevivido a 22 naufragios... aunque bien pensado, su sobrevivencia podría estar asociada más con la mala suerte que con sus habilidades de marinero. Una vez en el agua, Elías llena sus pulmones de aire y se sumerge completamente para bucear evitando los arrecifes; sabe que es el mejor buceador de su camarilla y con el rabillo del ojo observa con desdén que Héctor se rezaga. De repente, Elías se queda como petrificado, abre desmesuradamente los ojos y soltando una bocanada de aire emprende el regreso a la superficie... sus pulmones apenas resisten. Tan pronto aspira un poco de aire, de su boca sale un grito despavorido. Sus compañeros, alarmados, se lanzan al agua en su ayuda. Una vez en tierra, el Capitán zarandea a Elías por los hombros (no puede permitirse el lujo de que los pescadores se le amotinen, atemorizados por Dios sabe que asunto) y con los ojos inyectados de autoridad le grita: -¿Qué demonios te ocurre? ¡Habla ya, antes de que te haga colgar del mástil! -Las mujeres... las mujeres, -alcanza a decir Elías en un balbuceo mientras Héctor se encoge de hombros ante la mirada interrogante de sus compañeros. Enfurecido, el Capitán cruza el rostro de Elías con un par de bofetadas, éste cae de rodillas cubriéndose los ojos con las manos y casi llorando de terror aúlla: -¡Hay una pila de mujeres muertas a un lado de los arrecifes!

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A pesar de lo dramático de nuestra historia, el lector debe saber que tiene un final feliz. Las "mujeres muertas" eran realmente estatuas de bronce de tamaño natural que resultaron ser parte de la carga de un barco que se había hundido en ese sitio al rededor del año 80 a.c.(*). Entre los hallazgos se encontraba un enigmático dispositivo que recibió el nombre de mecanismo de Anticitera. De acuerdo con las conclusiones de los investigadores que han estudiado este artefacto, se trata nada menos que de una computadora analógica cuya construcción podría remontarse al 87 a.C., aunque esta interpretación ha causado controversia. No cabe duda que los Antiguos estaban, igual que nosotros, interesados en construir dispositivos que efectuasen por si mismos ciertas tareas, ya fuese para maravillar a sus coetáneos con artefactos que tuvieran "movimiento propio" o bien para sustituir de alguna forma aquellas actividades realizadas por los hombres. Éstas no tienen por qué ser sólo mecánicas, también involucran operaciones de cálculo. El afán del hombre por entender el medio que le rodea ha implicado, en algunos momentos de su historia, inventar símbolos que representen no sólo su lenguaje sino también las abstracciones que su cerebro desarrolla en el proceso del entendimiento. Los ejemplos convencionales son la escritura, los números, y las operaciones que con éstos se realizan. El proceso de almacenar los resultados ha estado, además, tomado de la mano con estos símbolos. En el camino, el hombre ha diseñado también dispositivos que le ayudan a "calcular" más fácilmente; el ábaco, las reglas de cálculo y las calculadoras contemporáneas (incluyendo a las computadoras) son sólo algunos de los ejemplos más inmediatos. Sin embargo, en 1960, a orillas del Lago Eduardo en África, se encontró un artefacto que es conocido como el hueso Ishango. El hueso está datado en el 6500 a.C. y no se corresponde con los ejemplos mencionados líneas arriba. Lo más chocante es la serie de marcas que presenta y que, se sospecha, fueron creadas con al menos 39 herramientas diferentes. Los historiadores concuerdan en que se usó para llevar el registro de alguna actividad; quizás alguna mujer lo diseñó para llevar un conteo de sus ciclos menstruales (las marcas están dispuestas en series que incluyen números primos y que parecen coincidir con las fases lunares). Lo que importa en este ejemplo es el grado de sofisticación que las culturas previas a la era moderna alcanzaron para calcular y registrar eventos (¡descartando, desde luego, una caprichosa coincidencia numerológica con las marcas en un hueso que bien pudieron hacerse al azar!). El conjunto de eventos históricos relacionados con la actividad (intrínsecamente humana) de registrar, almacenar y procesar información es, como vemos, muy variado. Desde las marcas del primitivo (pero sofisticado) hueso de Ishango hasta las manivelas del mecanismo de Anticitera. El desarrollo de la computación, tal y como la conocemos y disfrutamos hoy en día, ha sido largo; aunque en las últimas décadas se nota un desarrollo inusitado.
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(*) La historia es verdadera, la dramatización y el personaje de Héctor, así como la fama de Elías, son invención del autor. Basado en los datos proporcionados por Carlos A. Coello en su libro Breve historia de la computación y sus pioneros.

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