29 July 2010

James Clerk Maxwell (Parte I)

Sin poder articular palabra, John se quedo mirando al pequeño. ¿Cómo funciona? –insistió el niño mientras señalaba la imagen del Sol reflejada en la pared por el plato. Perplejo, John cruzó una mirada con su mujer que sólo atinaba a fruncir el entrecejo mientras levantaba los hombros. ¿De dónde saca el niño esas preguntas? ¿Y ese plato? —No sé, contestó Frances, su mujer,— creo que se lo dio la nana para que jugase con él. John se llevó la mano a la cabeza mientras organizaba sus ideas. Se trata del Sol James, terminó diciendo, es el Sol que se refleja en el plato para proyectarse sobre la pared. –Sí, contestó el niño,— ¡pero dime cómo funciona de verdad!

1839. John Clerk Maxwell siente un escalofrío mientras acaricia la mejilla de su hijo James con el dorso de la mano izquierda. Frances, su mujer, perdió la batalla con el cáncer de estómago que tan repentinamente se había manifestado. La valentía mostrada por ella al permitir que la intervinieran quirúrgicamente sin anestesia no fue suficiente. John se quedaba sin compañera, sin el aliado que Frances representaba para orientar la sorprendente capacidad del hijo de ambos para investigar el entorno que le rodeaba. Se quedaba solo, sobre todo, para contestar las cada vez más audaces preguntas del pequeño James, ahora de 9 años. Los recuerdos se aglutinan en la mente de John, taladrando su cerebro a lo largo de unos cuantos miles de axones enmarañados entre sí, conectando unas neuronas con otras y obligándolo a desentenderse de esa habitación, de esa noche gris, del sepelio, de la tristeza de ver a Frances postrada en la cama con aquellos intensos dolores… de todo. Cerró los ojos y suspiró. El rostro de Frances Cay, la hermana de su mejor amigo (John Cay), una joven alegre y resuelta, se le apareció sonriendo y contestando ¡Sí! El flujo de la sangre corriendo por sus venas volvió a intensificarse, como si lo estuviera viviendo por primera vez. La taquicardia, producto de la emoción de ser aceptado por la mujer amada, apenas le dejaba respirar. Nuevamente el mundo se abría a sus pies, tenía planes… muchos planes. Con Frances se instalaría en Glenlair, la propiedad de 1500 acres que había pertenecido a la familia Clerk hacía ya tres generaciones y que John había heredado unos pocos años atrás. Con Frances, en Glenlair, John pondría en práctica algunas de las ideas de cultivo que había estado madurando desde su adolescencia. Tendrían hijos, si, muchos hijos. Siendo él presbiteriano y ella episcopaliana, ambos tendrían que ser tolerantes con los hijos en materia doctrinaria. Se integrarían a la vida social de la región. Frances se encargaría de la educación básica de los chicos, enseñándoles a leer y a escribir, revisando con ellos Historia, Geografía y sobretodo Literatura. Esta educación seguiría así hasta que cada uno de los hijos cumpliese los 13 años, edad en la que estarían listos para ingresar a la instrucción formal. Todo empezó bien, Frances se embarazó a los pocos meses de casados y luego… tuvieron que afrontar la triste pérdida de su primer hijo, una niña. La vida los compensó casi de inmediato. Con el segundo embarazo a término, John y Frances decidieron que el parto tendría que atenderse en Edimburgo, así estarían cerca de sus parientes y de varios hospitales, de ser necesario. Así es como nació James, en 14 India Street, la tarde del 13 de junio de 1831. John se volvió a perder en la mirada azul de esa pequeña criatura recién venida a este pedazo del Universo. Orgulloso, volvió a tomar al bebé entre sus brazos y lo besó una y otra vez, agradeciendo al creador por la bendición recibida. Entonces el bebé cogió a su padre de la nariz y hurgó entre las fosas nasales, sin apenas desviar la mirada del enorme apéndice atrapado con sus pequeños dedos. Vaya –dijo John entre risas y un tanto sorprendido, ¿así que eres curioso? El niño, atraído por la voz de su padre, abandonó a su presa y dirigió su mirada al rostro que tenía frente a él, examinándolo con detenimiento y emitiendo unos balbuceos ininteligibles. De repente los balbuceos se hacen más claros… ¿Qué? –Papá, dijo James adormilado mientras tiraba de la camisa de John. Aturdido, John se percata de que su vuelta a la realidad se debe a que su hijo se ha despertado. Papá, ¿podrías darme agua? –Enseguida hijo, ahora vuelvo. Pesadamente, John sale de la habitación y se dirige a la cocina. Mi hijo es maravilloso –piensa. ¿Pero qué puede hacer un hombre finito con una criatura tan excepcional? –se pregunta mientras llena el vaso con agua. Nuevamente los recuerdos… sin notarlo, John suelta el vaso que termina por estrellarse en el suelo rompiéndose en mil pedazos. ¡Auch! ¿Qué diablos? –maldice mientras se inclina para observar que algunos fragmentos de vidrio se han incrustado en su pie izquierdo. Está herido. Ahora tendrá que asear la herida antes de volver a la habitación de James.

1844. Sentado en el sillón del estudio, John lee una carta firmada por James. Después de comentar un viaje a la playa y de preguntar por la gente y las actividades de Glenlair, el joven de 13 años recién cumplidos escribe “he hecho un tetraedro, un dodecaedro y otros dos edros cuyo nombre correcto desconozco” Los ojos de John brillan –poliedro significa “muchas caras”, se dice asimismo mientras sonríe, y su denominación se basa en el griego clásico según el número de caras: tetraedro (4-caras), pentaedro (5), hexaedro (6), heptaedro (7) y así sucesivamente. Mi querido James no ha recibido lecciones de Geometría, por eso desconoce que sus “edros” son poliedros regulares, es decir, figuras solidas cuyas caras son polígonos (figuras geométricas de muchos lados) idénticos. Habiendo sólo cinco de éstos, y teniendo James dos de ellos reconocidos, me pregunto si el que le falta por descubrir es el cubo (hexaedro), el octaedro (8-caras) o el icosaedro (20). Mi hijo no para de sorprenderme. Su intuición le permite apreciar la simetría y explorar la diversidad de sus formas. –John vuelve a sonreír cuando mira la firma del remitente: Jas Alex McMerkwell, un anagrama de James Clerk Maxwell. Se reclina en el sillón mientras deja caer la carta sobre la mesa. Hace ya tres años que James, su James, está en Edimburgo. La tía Isabela cuida bien de él, no cabe duda, y la Edinburgh Academy es una de las mejores escuelas de Escocia, sin mencionar que está “a tiro de piedra” de la casa de Isabela. Se reencuentran durante las vacaciones de James, por lo que John tiene que apurar sus actividades en Glenlair a fin de abrir espacio para disfrutar de su hijo en casa dos veces al año y para poder visitarlo en Edimburgo de vez en cuando. De cualquier manera el día ha sido difícil y John está agotado. Se retira a descansar con la satisfacción de saber que las cosas con su hijo van bien.

1845. John ha tomado una decisión, consultará a su amigo James Forbes sobre la originalidad del método de su hijo para construir elipses (óvalos) usando solamente un lápiz, alfileres e hilo. El manuscrito está plagado de proposiciones geométricas pero eso no es lo que llama su atención. Más bien, John está interesado en saber si la sencillez y elegancia del método no ha sido ya reportado por alguien. No le parece concebible que nadie haya pensado en el asunto antes que su hijo de 14 años. Forbes, profesor de Filosofía Natural (Física) en la Universidad de Edimburgo, sostiene el manuscrito entre sus manos temblorosas. Acompáñame –le dice a John mientras avanza. Ambos llegan a una puerta cerrada cuyo membrete se lee “Phillip Kendall, Professor of Mathematics”, Forbes gira la perilla y se introduce sin anunciarse. –Phil, necesitas echarle ojo a esto.

Después de varios minutos de lectura y de las presentaciones apropiadas Phil se dirige a John con entusiasmo: ¿y dice que esto lo escribió su hijo de 14 años? John asiente con la cabeza un tanto harto de repetir la misma historia. Forbes –dice nuevamente Phil, el ingenio de este chico es sorprendente. –Por eso te traje el manuscrito, musita Forbes casi gruñendo. –Vayamos a los archivos entonces. Señor Clerk Maxwell, necesitamos que nos de unos días para investigar.

Una semana más tarde John se encuentra nuevamente en la oficina de Phil. Sin lugar a dudas, empieza Forbes, solamente una persona antes que tu hijo escribió sobre el problema. Ni más ni menos que René Descartes. John traga saliva –¿Estás seguro? ¿Te refieres al filósofo y matemático francés? –No puede tratarse de nadie más, tercia Phil, el respetado Descartes descubrió el mismo conjunto de óvalos bifocales, sólo que los resultados de su hijo son más generales y su método de construcción es mucho más simple que el del Maestro. –¿Quieres más?, agrega Forbes, las ecuaciones de tu hijo son incluso aplicables en Óptica. –Y… ¿esas son buenas noticias?, pregunta John un tanto nervioso. –Desde luego, afirman Phil y Forbes al unísono. –Quiero que me autorices para leer el trabajo de James en la Royal Society of Edinburgh, dice Forbes después de un breve silencio. Estoy convencido de que generará mucho interés entre los colegas. De esta forma, James tendrá su debut en el ámbito científico con este su primer artículo. ¿Qué me dices? –Adelante Forbes, hagamos públicas las habilidades de mi hijo. Solo espero estar a la altura de las circunstancias, termina diciendo John un tanto escéptico.

Publicado en "James Clerk Maxwell. Una luz en el camino"
Conversus 85 (junio 2010) 12-15

28 July 2010

Dr. Fausto I

 Es invierno, quizás el más frío de la última década. En el bar Quantum hay más alboroto del habitual. Un hombre de edad avanzada observa al cantinero a través de los gruesos cristales de sus gafas y con un gesto mal disimulado de enfado le indica que se acerque. Con fuerte acento polaco, su voz como graznido se deja escuchar. “Un quantum-loop sin hielo —dice al tiempo que intenta cubrir su rostro— y tenga la amabilidad de prepararlo en mi presencia”. El cantinero no puede evitar su sorpresa, el rostro del anciano le resulta bastante familiar. Además, esa voz polaca y nasal solo puede pertenecer a una persona:

—¡Dr. Fausto, que gusto me da saludarlo, hace ya mucho tiempo que no nos visita!
—Calla muchacho, no seas inoportuno, trae pronto mi bebida que he de marcharme enseguida.

Unos instantes después el anciano contempla ante sí la imagen borrosa de un vaso de cristal. Cualquiera diría que el vaso está en varios puntos de la mesa al mismo tiempo. Incluso, algunas veces parece levitar sobre la mesa y otras más hundirse en ella. Sin dudarlo, el Dr. Fausto extiende su mano hacia el centro de la mesa y la cierra para asir un vaso que, justo un instante antes, no estaba allí. Con celeridad lleva el vaso a sus labios y consume la bebida sin respirar. Ahora es el anciano quien se torna borroso, su imagen parece estar de camino hacia la puerta y de vuelta otra vez, sentándose una y otra vez frente a la mesa que ocupaba mientras le servían su bebida. Finalmente, la imagen del Dr. Fausto se estabiliza y se le observa sentado, dando la espalda a la mesa. Cuando gira para volver a colocarse en su antigua posición ya es diferente, su otrora encanecido y ralo cabello se ha tornado castaño y abundante, no hay arrugas en su rostro, y los dientes, antes chuecos e incompletos, lucen completos y perfectamente alineados. El Dr. Fausto ha rejuvenecido como consecuencia del quantum-loop que ingirió. Se levanta, busca entre sus bolsillos y deja algunos billetes sobre la mesa. Toma su abrigo y se dirige a la salida. “La noche es larga”, piensa el joven Fausto mientras una sonrisa ilumina su rostro al momento de quitarse las gruesas y toscas gafas.

***
Al salir del bar Quantum, el Dr. Fausto se dirige a su hotel. Las calles empedradas le llevan por una serie de antros que se anuncian con luces de neón y cuyos letreros se distinguen perfectamente a la distancia pero, una vez cerca, no son más que una maraña de puntos luminosos entretejiéndose unos con otros mientras salen disparados de una serie de tubos.

El Dr. Fausto se introduce al portal del hotel Psi cuadrada y justo frente al ascensor se interrumpe la energía eléctrica. Emitiendo una maldición, apenas ocultada por el ruido de los camareros que corren a encender la planta eléctrica de reserva, inicia su ascenso por las escaleras. Casi sin aliento se detiene en el tercer nivel. Subir de nivel en el mundo cuántico tiene un alto precio energético y el Dr. Fausto lo sabe bien. Así que mientras toma un descanso distingue entre la penumbra algo que parece moverse. Con precaución se acerca un poco más para notar la silueta de un gato que se despereza estirándose a lo largo de sus cuatro patas mientras su lomo se arquea con la cola erizada. Instintivamente, el Dr. Fausto dirige su mirada al suelo, debajo del gato perezoso, y observa la silueta de otro gato que, idéntico al primero y sin movimiento alguno, tiene el cuerpo desmadejado, como si estuviera muerto. “Andrómeda, ¿eres tu? --pregunta con preocupación-- diablo de gato, si Erwin no te hubiera arrojado a este mundo no tendría yo esta clase de sobresaltos”. Después de hurgar en sus bolsillos, el Dr. Fausto extiende la mano y enciende una luz, las siluetas de los dos gatos parecen temblar, revolviéndose una con otra, oscilando entre la figura del gato perezoso y la del gato muerto. Al final, se escucha un maullido y el Dr. Fausto siente que Andrómeda se le restriega entre los pies. “Vaya que eres agradecido, esta vez volviste a tener suerte y te he pillado vivo. Ya veremos lo que ocurre la próxima vez. Ahora lárgate y déjame pasar.”

Después de abrir la puerta de su habitación, el Dr. Fausto se sirve una bebida energizante y revisa la correspondencia que el personal del hotel ha dejado sobre la mesita de centro. Una carta amarillenta y avejentada llama su atención. Con cuidado rompe el sello de cera y empieza a leer “Hay un nuevo prisionero en el castillo de Penning. Esta vez se trata de un amigo mutuo. Sugiero vernos esta noche en el salón principal de la escuela de Copenhagen. Dorian”. La preocupación se dibuja en el rostro del Dr. Fausto, revisa una y otra vez la misiva con la esperanza de haber leído mal. Sin embargo, la letra de Dorian le resulta inconfundible y el mensaje bastante claro. Verifica la hora en su reloj y sus labios escupen una nueva maldición “!Oh demonios! Tendré que apurar el paso”.

Publicado en "Computación cuántica y geometría"
Conversus 78 (marzo 2009) 12-15;
"Un gato en la oscuridad (Parte I)"
Conversus 79 (abril-mayo 2009) 12-15